viernes, junio 15, 2012

"Piedras rodando por siempre"







Una mañana, cerca de la rivera de un río que me genera demasiado respeto, escuchaba una emisora local, donde los asiduos se quejaban de una estatua que no los representaba. La insistencia recaía en el motivo del objeto, que le daba forma a los  colonizadores, a los invasores, a los recién llegados.  La disputa me llevó a conocer la susodicha  piedra a medio elaborar.
 Al rato, al frente, con fondo de río; mientras acomodaba el pensamiento a la contingencia de emitir un juicio político (el estético ya estaba lleno de improperios, lástima y hasta cursilería sobre nuestras costumbres),  me uní a los contemplativos de ese pedazo de mal gusto.  Mi veredicto fue definitivo, eso no podía representar a nadie, ni a los dueños ni a los ofendidos. Sin embargo, me quedó rondando en la cabeza  la idea de los monumentos, de las piedras representativas de una civilización, de las ganas de inmortalizar en sólido, de las llaves que he donado para hacer estatuas que no he visto.
Por estos días, también, caí en la cuenta del uso particular de los monumentos. Más allá de ser el baño romano de las palomas o la silla de ángeles en poéticas películas, el bronce, cobre, piedra o  demás materiales se convierte en el lugar de las miradas, de los odios,  de la afirmación de las convicciones; por eso cada vez que  creemos en el fin, en la posibilidad de levantarse mejor al otro día, vamos y destruimos la primera estatua que se nos atraviese.  Los monumentos están hechos para ser destruidos, es el lugar de tensión  para nuestras ideas. La civilización nos llevó a romper como piñata nuestras caducas convicciones. Así, mientras sonaba el río, pasaba la estatua, se quejaba el radio, miraba la piedra, destruía imágenes, desmontaba el pensamiento, volvía al mundo, a lo más humano que tenemos: ese instinto por no dejar piedra sobre piedra. 

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