"Piedras rodando por siempre"
Una mañana, cerca de la rivera de un
río que me genera demasiado respeto, escuchaba una emisora local, donde los
asiduos se quejaban de una estatua que no los representaba. La insistencia
recaía en el motivo del objeto, que le daba forma a los colonizadores, a los invasores, a los recién
llegados. La disputa me llevó a conocer
la susodicha piedra a medio elaborar.
Al rato, al frente, con fondo de río; mientras
acomodaba el pensamiento a la contingencia de emitir un juicio político (el
estético ya estaba lleno de improperios, lástima y hasta cursilería sobre
nuestras costumbres), me uní a los contemplativos
de ese pedazo de mal gusto. Mi veredicto
fue definitivo, eso no podía representar a nadie, ni a los dueños ni a los
ofendidos. Sin embargo, me quedó rondando en la cabeza la idea de los monumentos, de las piedras
representativas de una civilización, de las ganas de inmortalizar en sólido, de
las llaves que he donado para hacer estatuas que no he visto.
Por estos días, también, caí en la
cuenta del uso particular de los monumentos. Más allá de ser el baño romano de
las palomas o la silla de ángeles en poéticas películas, el bronce, cobre,
piedra o demás materiales se convierte en
el lugar de las miradas, de los odios,
de la afirmación de las convicciones; por eso cada vez que creemos en el fin, en la posibilidad de
levantarse mejor al otro día, vamos y destruimos la primera estatua que se nos
atraviese. Los monumentos están hechos
para ser destruidos, es el lugar de tensión
para nuestras ideas. La civilización nos llevó a romper como piñata
nuestras caducas convicciones. Así, mientras sonaba el río, pasaba la estatua,
se quejaba el radio, miraba la piedra, destruía imágenes, desmontaba el
pensamiento, volvía al mundo, a lo más humano que tenemos: ese instinto por no
dejar piedra sobre piedra.
Etiquetas: Civilización
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