Mou: "Los ricos también lloran"

Etiquetas: futbol, fútbol, nunca voy a ser un superhombre.
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Hubo una época hermosa, mítica, de esas que suelen pasar. Hubo un ciudad, de esas que salen en las películas, porque ya no están. Una donde existían salas de cine. La ciudad prototipo del siglo XX albergaba unas cuantas. Eran hermosos lugares, que imitaban otros, eran réplicas a escala uno a uno, eran el prototipo hecho por un miope. Eran una pobre imitación, pero como toda replica, tenían la potencia de lo que imitan, eran de la naturaleza del original. Eran las verdaderas, eran las que tenían nombre, arquitectura de principiante, pero eran. Así existían. Así las recuerdo. De esas donde pasa el tiempo, de esas que levantaron para poner en lugar edificios o supermercados, esas que pasaron del porno al olvido, como cualquier actriz veterana en el oficio. Ambas hicieron maletas. La sala se fue y se llevó el siglo. Ese que no queremos abandonar, ese que nos desilusionó, que nos amó y odió, ese que no hacía cine digital. Tan actual como mis recuerdos. Así es "El ilusionista".
En mi infancia existen el "Lido", "Mogador", "Olympia", el "Royal Plaza", el "Trevi", "Opera", y otros que se pierden porque yo abrí los ojos en el último cuarto de siglo. Sin embargo, la película me lleva a vitrinas de mi ciudad. Esa que demora sus obras por la nostalgia, que descarta las copias. Ya no hay salas de cine. Existen pantallas. Pieza de colección la película que hace presencia en otra película. "Mi tío". La casa más hermosa que he visto. El homenaje permanente a la nostalgia, la sorpresa permanente del detalle.
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Así como un niño encontró el mensaje de una botella, puesto a flotar hace más de veinte años, de esa misma forma una carta me encontró como reincidente destinatario luego de seis años. Ella me recordó el encanto del correo postal y las pocas ganas de guardar cartas "electrónicas". Me hizo pensar en que no conozco la letra de muchos de mis remitentes, creo que de muy pocos. Ya no nos divertimos con los rasgos sicológicos de la caligrafía ajena, tampoco nos aturden la voluptuosas eses del lujurioso desenfrenado. Es como dejar de escuchar la forma particular de caminar de alguien, es perderse el encanto de ver trabajar a los otros, o la forma en que las mujeres se peinan, se arreglan, se visten o desvisten.
La letra del otro es un recuerdo. Todavía guardo la imagen de la caligrafía de mi papá, que ahora no escribe con tanto esmero ni tengo noticias de sus cambios de estilo caligráfico. Esos recuerdos, abstractos como cualquier evocación, me hacen añorar los sellos ,las estampillas, las cartas personales que he recibido (muy pocas por cierto), la sorpresa de que alguien se tomó el tiempo de escribir mi nombre.
Sin embargo, las cosas han cambiado y ahora recibo correos inmediatos, inminentes o innecesarios. Así fue que, por estos días, me resigné a pensar que pronto será una curiosidad el accidente matutino de Lorenzo Parachoques.
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